sábado, 22 de marzo de 2014

LEÓN DE LIBERTAD, por Daisaku Ikeda




Hay algo muy especial en la sonrisa de Nelson Mandela. Es honesta y pura, llena de tranquila compostura. No hay ni una sola línea en su rostro que pudiera sugerir algo frío o cruel. Y sin embargo, encarna la convicción y fortaleza de carácter de un hombre que ha llevado a su pueblo a la libertad.

Él estaba lleno de confianza cuando nos encontramos en Tokio una tarde de Julio de 1995. Era nuestro segundo encuentro, hacía poco más de un año había sido elegido presidente de Sudáfrica. Parecía haberse vuelto más fuerte y sabio con el paso del tiempo, como un árbol fuerte y profundamente arraigado que continúa creciendo incesantemente. Su porte ofrecía una prueba viviente de que, en posiciones elevadas, la gente pequeña se hace aún más pequeña, y las grandes personas se hacen aún más grandes.

El “criminal peligroso” que había estado detenido 27 años por alta traición había emergido de la prisión para convertirse en presidente de su país. El simbolizaba el hecho de que la justicia, que había estado encerrada durante tantas décadas, por fin volvía a reinar en Sudáfrica.

A lo largo de nuestra conversación, su humor y su sonrisa nunca se desvanecieron. Aún en prisión, él era un maestro en el arte de usar el humor para mantener la moral de sus compañeros.

La intensidad y la magnitud de su lucha superan la imaginación. Su encarcelamiento se extendió por más de veintisiete años y medio, más de diez mil días. Cómo el mismo ha dicho: “Las prisiones de Sudáfrica intentaban paralizarnos para que nunca más tuviéramos la fortaleza y el coraje para perseguir nuestros ideales”.

Uniformes en la Isla Robben, la prisión de máxima seguridad para prisioneros políticos en Sudáfrica, fue elegida deliberadamente para arrebatarles a los prisioneros su dignidad. A algunos prisioneros se le daba ropa enorme y holgada, mientras a otros debían usar ropa tan pequeña que hacía que hombres adultos se vieran como niños. La comida no era apta para consumo humano y la ropa de cama, meramente sábanas finas como papel, proveían escasa protección contra el frío del invierno. Los prisioneros eran despertados antes del amanecer para comenzar una larga jornada de trabajos forzados, que en ocasiones consistía en construir sus propias celdas. De nuevo en su celda solitaria, con solo 3 pasos de pared a pared, el tiempo pasaba agónicamente lento, y Mandela recuerda: “una hora parecía un año”.

Aún bajo estas infernales condiciones, Mandela logró estudiar y animaba a los otros prisioneros a compartir sus conocimientos con los demás y a debatir sus ideas. Las conferencias se organizaban en secreto y la prisión llegó a ser conocida como la “Universidad Mandela”.

Mandela nunca cedió en sus esfuerzos por cambiar las percepciones erróneas y crear aliados entre las personas a su alrededor. Eventualmente, su espíritu indómito se ganó el respeto incluso de los guardianes de la prisión.

Por lejos, el más cruel tormento que tuvo que soportar fue la incapacidad para cuidar de su familia o protegerlos de la persecución de las autoridades. El hogar de Mandela fue atacado e incendiado, su esposa fue repetidamente hostigada, arrestada y brutalmente interrogada. Mandela estaba en prisión cuando se enteró que su madre había muerto de un ataque al corazón. Se sintió lleno de un inmenso dolor al pensar que ella había muerto aún preocupada por su seguridad, como lo había hecho a través de sus largos años de lucha por la libertad y la dignidad. Poco después, le dijeron que su hijo mayor había muerto en un muy sospechoso “accidente” automovilístico. Esto fue demasiado duro de soportar, aún para Nelson Mandela. Lloraba solo, durante toda la noche.

Sin embargo, a lo largo de todos esos años, él se negó a abandonar sus esperanzas. En 1978, habiendo transcurrido 17 años en prisión, finalmente pudo tener un encuentro directo con su hija Zeni. Se había casado con un príncipe de Suazilandia, ganando así el privilegio diplomático de un encuentro cara a cara, sin las gruesas paredes y el pesado vidrio que los había estado separando.

Zeni llevaba a su hija recién nacida consigo. Abrazando a su hija, Mandela sintió una fuerte carga emotiva: la última vez que había podido abrazar a su hija ella era tan pequeña como lo era ahora su nieta. Durante su visita, mantuvo a su nieta en sus brazos. Como él escribió después: “Sostener en brazos a un bebé recién nacido, tan suave y vulnerable, en mis manos ásperas, manos que solamente había sostenido picos y palas por demasiado tiempo, fue una profunda dicha. No creo que un hombre haya estado nunca tan feliz por sostener a un bebé como yo lo fui ese día”.

Zeni le preguntó cómo nombrar a la niña. El eligió Zaziswe, “Esperanza”. La esperanza había sido su constante compañía por largos años, el amigo que había permanecido fiel a su lado en prisión. Viendo a su nieta, pensó en el futuro y cómo, cuando ella creciera, el apartheid sería un recuerdo lejano; en un país sin distinción de blancos y negros, donde todas las personas vivieran en igualdad y armonía. Pensó en ella y su generación caminando orgullosamente y sin miedo bajo el sol de la libertad. Con esos pensamientos surcando su mente, el nombró a la pequeña beba “Esperanza”.

Cuando el Presidente Mandela y yo nos encontramos por primera vez en 1990, le propuse organizar una serie de programas para informar al público japonés acerca de la realidad del apartheid y promover la educación en Sudáfrica.  El Presidente Mandela aceptó mi propuesta con sincero entusiasmo. Su secretario, Ismail Meer, dijo que esa oferta de intercambio cultural era un bienvenido reconocimiento de los africanos como seres humanos. Dijo que esto mismo es lo que se les había negado en Sudáfrica, donde habían sido sujetos a la indignidad de ser registrados como “negros”. Sus palabras pusieron un nuevo y conmovedor foco sobre el sufrimiento que ellos habían soportado.

La tendencia a etiquetar a las personas no es exclusiva de Sudáfrica. Tales actitudes prejuiciosas son la raíz de los abusos a los derechos humanos en todo el mundo. Al agrupar a las personas en categorías, nuestra habilidad para imaginar sus pensamientos y sentimientos se atrofia. Ya no podemos ponernos en su lugar. Dejamos de reconocerlos como individuos, como nuestros prójimos seres humanos. Ellos están ahí, frente a nosotros, pero no los vemos.

África no es un “Continente Negro”. La oscuridad fue traída desde afuera. África no es un continente pobre. Fue empobrecido por la explotación rapaz. No es un continente subdesarrollado. Su natural desarrollo fue impedido, como una persona a la que se le han cortado los brazos y las piernas.

Conociendo esta historia, el mundo debiera unirse por derecho en un esfuerzo por convertir a África, una tierra de gran sufrimiento, en una tierra de gran felicidad. Por los miembros de nuestra misma familia humana que está sufriendo, ellos se han comprometido en una lucha por la dignidad humana.

 “La lucha es mi vida”. Fiel a su convicción, en 1962 Mandela transformó incluso el recinto en el que estaba siendo juzgado en un campo de batalla de ideas valientemente articuladas y elocuentes demandas de justicia. De pie ante el juez, él reclamó que el derecho a votar se extendiera a todos los sudafricanos. Declaró: “No me considero legal ni moralmente obligado a obedecer leyes emitidas por un parlamento en el que no tengo representación”.

Desde el interior de su celda, Mandela continuó inspirando a las personas de Sudáfrica. Aunque no era capaz de comunicarse con ellos, pero su mera existencia era motivo de esperanza. El sol continúa brillando, sin importar cuan gruesas son las nubes que intentan oscurecerlo.

El mundo dejó constancia de su disgusto por el apartheid y su apoyo hacia aquellos que se resistían a él a través de sanciones económicas y boicots culturales y deportivos. Sintiendo esta presión, el gobierno sudafricano extendió en varias ocasiones la oferta de libertad anticipada. Mandela rechazó sistemáticamente estas ofertas, que habrían comprometido la integridad del movimiento. Se negó a aceptar su propia libertad mientras el país entero no la hubiese conseguido. Para él, toda Sudáfrica era una prisión.

El día de su libertad, el 11 de Febrero de 1990, Mandela se dirigió a una reunión en Ciudad del Cabo. Respondiendo al caluroso entusiasmo de la multitud, dijo:

“Estoy aquí parado no como un profeta, sino como un humilde servidor de ustedes, el pueblo. Sus incansables y heroicos sacrificios han hecho posible que yo esté aquí hoy. Por lo tanto, pongo los años restantes de mi vida en sus manos”.

El Presidente Mandela soñó con una tierra no gobernada por negros ni blancos, sino en una “nación arcoíris” en la que todas las personas disfrutaran del mismo trato. Dijo: “Es un ideal por el que espero vivir y que espero alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy preparado para morir”.

La primeras elecciones no raciales de Sudáfrica, abiertas a todos los ciudadanos, fueron celebradas en Abril del 1994. Cuando Nelson Mandela se dirigía a la cabina de votación, el rostro de todos los que habían muerto para que llegara ese momento pasaron por su mente, uno tras otro. Hombres, mujeres, niños, habían dado su vida para que él y sus compatriotas sudafricanos pudieran estar ahí ese día. “No fui solo a esa mesa de votación ese 27 de Abril; yo estaba emitiendo mi voto con todos ellos”.

Nadie puede enseñarnos mejor acerca del profundo significado de la libertad que este hombre que ha pasado la mitad de su vida adulta en prisión. La esencia de la libertad se encuentra en una convicción inamovible. Solo son realmente libres aquellos que viven fieles a sus convicciones, cuya fe interior les permite elevarse por encima de las cadenas de cualquier situación. Como dice el Presidente Mandela: “Ser libre no es meramente deshacerse de las propias cadenas, sino vivir respetando y mejorando la libertad de los demás”.

La lucha que el Presidente Mandela ha llevado a cabo para terminar con el apartheid,  su lucha por los derechos humanos de todos, es en realidad la lucha de toda la humanidad. Esta lucha es el verdadero espíritu de la dignidad humana.



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Daisaku Ikeda es un líder budista, promotor entusiasta de la paz, escritor, poeta, educador y fundador de varias instituciones dedicadas a fomentar la cultura, la educación y los estudios sobre la paz alrededor del mundo.
En su calidad de tercer presidente de la Soka Gakkai (sociedad consagrada a la creación de valor) y de fundador de la Soka Gakkai Internacional (SGI), Daisaku Ikeda ha inspirado el desarrollo de una de las asociaciones budistas laicas de índole internacional más grande y diversa del mundo. El movimiento de la SGI, basado en la filosofía del budismo de Nichiren de setecientos años de antigüedad, está dedicado a fortalecer al ser humano y a fomentar en los individuos un sentido de compromiso social que conduzca al florecimiento de la paz, la cultura y la educación.

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