sábado, 18 de octubre de 2014

HISTORIA DE UNA MALETA



Historia de una Maleta

Aquel anciano, acomplejado en la inmensidad de la Estación de Atocha, se acercó a mi taxi con su maleta a cuestas y sin mediar palabra me tendió un trozo de papel perfectamente plegado. Era la dirección de un humilde hostal del centro escrita a boli con forzada y tenaz caligrafía. Leído el destino abrí el maletero, me dispuse a tomar su maleta, pero él se negó. Prefirió llevarla consigo, sobre sus piernas, como si de un ser vivo se tratara. La maleta en cuestión era casi tan vieja y curtida como él, sin ruedas, sólo un asa y ahorcada con dos cuerdas. Por su forma de manejarla parecía liviana.  

Durante aquel corto trayecto, el anciano no paró de mirar a través de la ventanilla con ojos de novedad y sin embargo distancia. Era, 
tal vez, su primera estancia en Madrid. Pero, ¿por qué motivo él solo? ¿por qué con tan raquítico equipaje? ¿por qué en aquel preciso y desamparado hostal?

¿Y qué llevaría en aquella maleta? Tal vez, se me ocurre, un par de mudas, un pantalón (de pana o tela gruesa), dos camisas dobladas con mesura, una pastilla de jabón artesanal que él mismo fabricó, un viejo peine de plástico al que le faltan tres o cuatro cerdas, su navaja multiusos (o puede que la llevara en el bolsillo, junto a su cartera cerrada con gomas elásticas). Tal vez también entre las camisas llevara una foto en blanco y negro de su difunta esposa. De cuando era moza. Bella y eterna.

Y tal vez, se me ocurre, al llegar a esa lúgubre habitación de hostal, abriría la maleta y colgaría en perchas las camisas y colocaría la foto en la mesilla, apoyada en la lámpara de noche. Y este simple adorno de la foto le haría sentir igual que en casa; a cientos de kilómetros pero igual que en casa; en una enorme y desconocida ciudad pero igual que en casa. Igual de solo que en casa. Igual de triste. Exactamente igual.

Daniel Díaz 

 

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